jueves, 15 de diciembre de 2011


Hoy he tenido un sueño, un sueño salvaje, descontrolado.
Madrid ardía al son de unas guitarras que eran tocadas en las azoteas destruidas en pedazos de los edificios.
Contenedores en medio de la carretera, la gente en sus casas se resguarda de la oleada salvaje que se apodera de la ciudad.
Solo los jóvenes libres, totalmente libre nos atrevemos a tomar las calles. Son nuestras.
Hacíamos nuestras las tiendas, a ritmo de pedradas en los escaparates.
Sabíamos dónde estábamos, estábamos en la misma ciudad que nos vio crecer, la Madrid emblemática y bella que ahora destruíamos sin motivo aparente.
Se había convertido en una jungla, la gente bebía en las aceras, se tumbaban en medio de las carreteras mientras reía sin parar.
Lo más extraño es que me gustaba aquello. La sensación de libertad, sin reglas, tomando el control, nosotros, los jóvenes ignorados.
Era nuestro momento, era momento de vivir al límite de nuestras fuerzas, de jugarnos la vida día a día.
Demasiados chicos besaron mis labios esa noche, labios empapados de alcohol y tabaco.
Mis piernas se movían al ritmo del rock and roll. Mis tímpanos vibraban con el sonido punks que recorrías los bares del centro.
Toda esa minoría, los “raros”, los extravagantes. Los punkis y los rockers habíamos tomado el control de la ciudad, sin reglas, sin nadie que nos diga lo que debemos hacer.
Tupés engominados y crestas de colores nos habíamos unido para destruir lo que alguien una vez se molesto en crear.
Habíamos hecho de Madrid la cuna de la anarquía y diversión…
Hoy me he despertado, y me he dado cuenta de que todo era un sueño.
He salido a la calle para comprobar que Madrid seguía igual…
Madrid, ciudad de platico y neón, de asfalto y rejas.

Ni infierno ni cielo, solo ciudad muerta.

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