viernes, 17 de diciembre de 2010

arbeit keine macht frei


Yo estaba allí, sentado en el banquito de piedra con mi madre.
Mientras yo jugaba con mis muñequitos y mis coches, mi papá correteaba detrás de los soldados que se encontraban en la estación preguntando a dónde nos llevaría el tren.

A mamá se la veía nerviosa. Retorcía y estiraba sus guantes de seda una y otra vez.
Yo ignoraba todo lo que había a mi alrededor. Solo tenía seis añitos y lo único que me importaba ahora era montar a mi muñeco en un coche mágico y volar, volar muy lejos.

Papá regreso con nosotros:
-No quieren decirme a dónde va el tren.
Mamá le beso en los labios, cosa que a mí me daba mucho asco.
Brum, brum, el coche iba volando por toda la estación. Sonó un silbato.
Papá me cogió de la mano y a mamá por encima del hombro, unos cuantos soldados nos dirigieron a nuestro vagón.

No era muy bonito, ni muy cómodo, pero papá me dijo que debíamos hacer caso a los soldados o si no, no nos llevarían con ellos.
-Pero papá…¿Dónde vamos?
-No me lo han querido decir hijito, creo que nos quieren dar una sorpresa.
Papá sonreía y eso me tranquilizó.
Mamá no podía venir con nosotros. Las mujeres iban en otro vagón. Yo no sé porqué, quizás porque en este éramos demasiados y no cabía más gente.

Después de un largo y agobiante trayecto, el tren paró.
La luz del sol me cegaba y me hacía mucho daño. No me solté de la mano de papa, me daba miedo aquel sitio. No era como me lo había estado imaginando durante el viaje.
Era grande y estaba en el campo pero… Era muy oscuro y feo.
-Papá a mí este sitio no me gusta…Quiero irme a casa.
-Hijito no podemos volver, el viaje ya esta pagado y debemos quedarnos. Además mira cuántos niños hay, seguro que haces muchos amiguitos.

Los niños que había allí eran feos y desdentados. Estaban sucios y la expresión de su cara no era precisamente de felicidad.
Echaba de menos a mamá, no sabía dónde estaba y ahora más que nunca necesitaba uno de sus fuertes abrazos acompañados de su perfecta y limpia sonrisa que tanto me consolaba y tranquilizaba.
Pero no aparecía por ningún lado…
Llegué con papá a unos grandes barracones dónde se supone que debíamos dormir.
No éramos los únicos que dormiríamos allí. Había un montón de hombres llenos de barro y hollín.

Papá comenzó a entablar conversación con varios de ellos.
Un soldado entró, supongo que para darnos la bienvenida.
Comenzó a hablar en un idioma muy extraño, no entendía nada.
Cuando me vieron allí me cogieron fuerte del brazo y me arrastraron hacia otro barracón dónde había más niños.

Después de secarme las lágrimas que me habían acompañado en el viaje desde el barracón de mi papá hasta en el que estoy ahora, me tumbé en la cama.
Era dura y fría y apenas había mantas para todos.

Yo estaba triste, había perdido a mis padres y aquel lugar era horrible.
La gente de allí era muy maleducada y grosera con sus invitados (nosotros).
Pasaban los días y yo no sabía nada de mis padres… Los otros niños y yo teníamos que trabajar cargando piedras. Yo decía que era para construir una casa para todos nosotros, así dejaríamos los asquerosos barracones.
Pero no fue así.

Han pasado ya dos años desde que llegué a este extraño lugar.
Aún no sé donde está la casa que se supone que construimos los niños, la última vez que vi a mis padres fue un día que coincidimos en el campo de trabajo. Nos abrazamos, comenzamos a llorar y pronto nos tuvimos que decir adiós.
-Te quiero hijito.
Eso fue lo último que escuche decir a mi papá.
Cada día éramos menos en el barracón de los niños.
Los que iban a las duchas nunca regresaba, quizás por ser los únicos que querían ducharse les daban el premio de volver a casa con sus padres.
Los más locos decían que se llevaban a los niños para hacer jabones, botones, velas y material de oficina con su cuerpo… “¡Tonterías!” pensé yo.

Un día, de camino al campo de trabajo vi un montón de ropa tirada.
Fui hacia allí para coger alguna prenda para poder taparme por las noches.
Cuando me acerque empecé a rebuscar. Me detuve al ver una camisa de rayas en la que en un lado había bordado el nombre de “Elina Orefice”
¿Era esa la camisa de mamá?, ¿qué haría allí?.
La cogí. Así cada vez que durmiera se arroparía con el olor de su madre.

Al volver de mi trabajo, pude ver a mi padre de lejos.
Corrí a la valla que separaba las dos áreas y le grite:
-¡Papi, papaíto!
Él me miro. Sus ojos estaban hundidos y negros. La mirada infundía tristeza.
Estaba haciendo cola junto a unos cuantos hombres.
Los soldados iban pasando uno a uno hasta que le llegó el turno a mi papaíto.
Se coloco enfrente de un soldado y apoyo la espalda en un muro que tenía detrás.
El soldado le apuntó con un arma. Papá me miro, podía sentir su miedo, podía ver que tenía ganas de gritar.

Seguía mirándome, ni se fijó en la metralleta que tenía delante. Solo quería mirarme a mí, a su hijito.
De lejos pude ver que me decía algo, no le podía oír. Agudice la vista y le leí los labios:
“Te quiero hijito”.
¡Pum!
Cayó al suelo su delgado cuerpo.

Con los ojos llorosos y abiertos de par en par observe como aquel hombre mató a mi papá, con tan solo ocho añitos.
Corrí al barracón. Me enzarce en pelea con todo objeto y persona que se cruzara en mi camino.

Por fin me di cuenta de dónde estaba. Nada de lo que me había contado, por muy macabro que sonara, era mentira. Pronto me llegaría a mí la hora.
Pasaron dos días desde la trágica muerte de mi papá. Solo quedábamos veinte niños en el barracón.

Un soldado abrió la puerta de un golpe y comenzó a gritar en su diabólico idioma.
No sacaron en fila india. Todos cabizbajos, asustados por lo que nos esperaba.
Quizás tuviéramos suerte y nos salvamos. A lo mejor en el último momento un tanque amigo nos salvaría de aquel cruel destino el cual yo aún no comprendía.
¿Por qué estábamos allí?, ¿tanto nos odiaban?...

No nos llevaron a las duchas, ni tampoco al muro. Eso nos daba esperanzas.
Nos dejaron a las puertas del despacho del médico, el doctor Aribert Heim.
Poco a poco la cola iba a avanzando. Pronto me llegaría mi turno.
Los niños salían con papelitos que debían dar a los soldados que estaban afuera con nosotros.

Me tocaba.
Entre asustado pero esperanzado de la posibilidad de seguir con vida.
El doctor era simpático y hablaba mi lengua.
Me empezó a examinar todo el cuerpo, y cuando concluyó escribió la notita que debía entregar a los otros soldados.

Me sonrió y me froto la cabeza.
Salí y le di la notita al soldado que esperaba en la puerta.
Después de leerla y reírse, éste la tiro al suelo y fue a buscar a otro compañero.
Aproveche el momento para leer lo que ponía, no solo por saber qué es lo que me iba a pasar si no para ver si pillaba la gracia:

Töten und bringen den Körper zu experimentieren.
Ich glaube, der Kerl wird dazu dienen, Seife machen.

No entendía nada de lo que ponía, solo algunas palabras:
Cuerpo, chico, experimentos…Jabón.
No le veía la gracia y mucho menos, sentido.
El soldado volvió con su compañero y riéndose me cogieron y llevaron a un furgón.
Fui pensando en la nota, en su mensaje… No tenía sentido.
El furgón se detuvo. Yo seguía dándole vueltas al mensaje del doctor.
Cuerpo, experimento, chico…Jabón.

De repente me vino a la mente la conversación que mantuve hace unos años con mi amigo Josué.
Fue entonces cuando lo comprendí todo. Ese amable doctor, era un diablo disfrazado.
Los soldados me empujaron bruscamente hacía una llanura que había allí.
Me quede frente a ellos. Comenzaron a cargar sus fusiles. Yo sonreía y miraba al suelo.
No, no me iba a salvar. Mi cuerpo serviría para hacer jabones y material de oficina…
Pero a pesar de esto, yo estaba tranquilo. ¿Qué cómo podía estarlo en una situación así?
Porque a partir de este día, gracias a los soldados y a sus fusiles, podría volver con mis padres.


Los tres, juntos de nuevo.

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